Lecciones desde la Amazonía, los Andes y la ciudad
En entrevista para HABLA, los exploradores NatGeo Andrés Cardona y Martín del Río, junto con Gael Almeida de National Geographic Society, nos invitan a reflexionar sobre el papel que juega la educación en la conexión con la naturaleza y la conservación.

Durante años, quienes trabajan en conservación y cultura ambiental han repetido una constatación empírica: la educación marca la diferencia. Es la columna vertebral de un proyecto de mundo mejor. Las voces reunidas en esta conversación lo muestran con ejemplos concretos: proyectos que anclan a las personas a sus territorios, metodologías que cruzan ciencia y saberes ancestrales, y estrategias de comunicación que mueven comunidades completas y no solo audiencias. A continuación un resumen de las ideas que nos compartieron los exploradores de National Geographic, Martín del Río, Andrés Cardona y Gael Almeida, en entrevista para HABLA. Puedes ver la entrevista en este enlace.
Educación que ancla y ensambla
Quien tuvo contacto temprano con la naturaleza —por familia, escuela o experiencias guiadas— crece con “otros códigos”. Esa socialización inicial condiciona la sensibilidad ambiental en la adultez y explica por qué la educación debe empezar desde la infancia. Pero aquí no se propone una escolarización de la naturaleza, sino el uso de la educación como marco de interconexión: un lugar donde la ciencia occidental convive, en plano horizontal, con pedagogías históricas de pueblos originarios. En la Amazonía, por ejemplo, la palabra, el círculo y el tiempo no lineal no son recursos retóricos: son tecnologías culturales para aprender, deliberar y decidir con calma.
Comunidades que aprenden y actúan
La educación crea sentido de comunidad y, con ello, capacidad de respuesta. La ciencia ciudadana lo ilustra: el River Bioblitz moviliza personas en arroyos y ríos —del que pasa frente a casa al Río de la Plata— para registrar especies con el celular. No es una excursión dominical, es una escuela distribuida: se aprende a mirar, a clasificar, a compartir, y ese aprendizaje vuelve a las personas guardianas de su entorno.
En esta lógica, la educación no se “agrega” al final de los proyectos: atraviesa narrativas, investigación, incidencia y vida diaria. La pregunta no es “¿cuántos cursos dimos?”, sino “¿cómo conecta esto con mi comunidad?, ¿qué hilos une?, ¿a quién transforma?”.
Traducir la conservación a lenguaje común
Ocho de cada diez personas viven en ciudades. El desafío es llevar la conservación a un lenguaje común que permita la identificación local. Ladera Sur nació como medio digital y derivó en dos festivales masivos: Santiago Wild (cine de historia natural) y el Festival Ladera Sur (música, cultura, emprendimientos, organizaciones). La apuesta es sacar la conversación del nicho y convertirla en experiencia pública atractiva, sin diluir contenidos.
La identificación con “especies bandera” funciona. En los Andes, colegios enteros se han apropiado del gato andino —“el gato fantasma”— que casi nadie ha visto, pero cuya presencia confirmaron cámaras. Ese orgullo local reordena decisiones: si el gato vive aquí, se protege.
Amazonía: comunicación propia y comunicación apropiada
Desde la experiencia de recorrer 7,000 km por el Amazonas y dialogar con más de 300 comunidades, emerge una distinción útil: comunicación propia (producida por y para las comunidades, con fines pedagógicos internos) y comunicación apropiada (capaz de proyectar esas realidades a públicos más amplios). No compiten, se necesitan. Complementarlas requiere tiempos y formas distintas: talleres de co-creación con colectivos indígenas, encuentros de comunicadores, procesos largos donde la palabra y la escucha sostienen el aprendizaje.
El tiempo circular amazónico desmonta la ansiedad del impacto inmediato. La educación, allí, se mide por efectos encadenados, no por ráfagas.
Juventudes: el punto ciego y la bisagra
La adolescencia es el tramo más difícil: la fascinación de la niñez por la naturaleza suele apagarse entre pantallas y rutinas escolares. La solución no es moralizar el uso del celular, sino sacar la experiencia fuera del aula. Subir un cerro, acampar, caminar un bosque: esas vivencias se fijan para siempre y reabren la puerta a los 20 o 22 años, cuando aparece la pregunta por el rol propio en la sociedad.
La pandemia dejó otro aprendizaje: el aislamiento generó hambre de territorio. Jóvenes que antes aspiraban a migrar a la ciudad ahora miran de nuevo su lugar de origen; otros, en zonas de deforestación, necesitan procesos educativos que resignifiquen el territorio más allá de su valor de extracción. En ciudades dentro de la selva se siente un “boom” de protección: la tarea es orientar esa energía.
La conservación no es tarea de biólogos
La educación debe romper la idea de que conservar es cosa de especialistas. La pregunta es: ¿qué puede hacer cada quien desde donde está? Pequeñas acciones sostenidas en el tiempo —y reconocidas socialmente— valen más que campañas grandilocuentes que no se incorporan a la vida común. Aquí el colectivo vuelve a importar: las “victorias pequeñas” compartidas sostienen la esperanza en contextos donde los grandes cambios se demoran.
Medir distinto, aprender distinto
Otra provocación necesaria: dejar de reducir el impacto educativo a conteos (“¿cuántos asistieron?”) y pensar en trayectorias: aprendizajes que se acumulan, desaprendizajes que abren espacio, prácticas que se estabilizan en escuelas, barrios y organizaciones. La educación no es una meta con palomita; es un camino continuo que exige documentar tanto lo que funciona como lo que no.
En esa línea, se abren convocatorias para imaginar el futuro del aprendizaje: no para repetir formatos, sino para ensayar formas nuevas de enseñar, narrar, investigar e involucrar a comunidades.
¿Qué hacemos en la práctica para que la educación sea una herramienta real de conservación y nos vincule a la naturaleza?
Hibridar metodologías: combinar salidas de campo con laboratorios de narración (audio, foto, video) y círculos de palabra. La experiencia ancla; la narración multiplica; la palabra ordena.
Tejer con actores locales: apoyar comunicación propia (para la comunidad) y apropiada (para audiencias más amplias) en paralelo, con calendarios y métricas diferenciadas.
Elegir especies o símbolos de identidad: trabajar con escuelas y barrios en torno a especies locales —carismáticas o no— para construir orgullo y criterios de protección.
Sostener lo colectivo: diseñar programas donde la participación en grupo sea condición de éxito; reconocer y celebrar logros pequeños y frecuentes.
Salir del aula: institucionalizar salidas periódicas a ecosistemas cercanos. Lo que se vive al aire libre instala el aprendizaje que el aula sola no consigue.
Segmentar juventudes: niñez, adolescencia y primera adultez requieren estrategias distintas; la adolescencia necesita experiencias intensas y acompañamiento sostenido.